jueves, 11 de marzo de 2010

Siempre seréis recordados


Siempre seréis recordados. Hoy es once de marzo y hace seis años se vivió en Madrid, en España, uno de los peores episodios de nuestra historia reciente. Ciento noventa y dos personas murieron y miles de vidas más quedaron marcadas para siempre. Aquél día lo recuerdo perfectamente, el silencio sepulcral en tren y metro los días de después, también. Normalmente pasaba por Atocha con destino a mi trabajo a eso de las ocho y diez, o así, de la mañana. Ese día quería llegar antes al trabajo debido al volumen de faena, pero me dormí, y eso hizo que llegara a la estación de tren de Móstoles a eso de las ocho menos diez, menos cinco. Los trenes ya no pasaban y el andén se empezaba a llenar de gente; se colapsó, y a eso de las ocho, por megafonía, RENFE nos recomendó que utilizáramos un medio alternativo, nada más. Yo trabajaba a escasos metros de la Plaza Conde de Casal, a dos paradas de tren de Atocha (línea C-5), y al escuchar el mensaje por megafonía decidí coger el metro hasta Puerta del Sur y llegar en metro a mi lugar de trabajo. No sabía nadie nada, reitero. Recuerdo que llevaba un teléfono móvil pero que en las profundidades se quedaba sin cobertura por lo que, la hora que duró el trayecto, permanecí incomunicado. Un sinfín de mensajes en el teléfono móvil empezaron a saltar a medida que iba subiendo las escaleras de la estación de metro de Conde de Casal para salir a la calle. Yo veía la luz mientras, en medio de un sinfín de sirenas de ambulancias y coches de la policía y la guardia civil, ciento noventa y dos personas la perdían. Los mensajes del teléfono eran todos de “llamadas perdidas” de familiares y amigos que sabían que pasaba por Atocha cada mañana. Nada más llegar al trabajo me enteré de lo ocurrido y comencé inmediatamente a llamar a familia y amigos para tranquilizarles. Nadie trabajó ese día, en la oficina no nos despegamos del televisor del Departamento de Publicidad, ni de la radio, salvo cuando varios compañeros y yo nos acercamos a la Plaza de Conde de Casal a donar sangre, lo que fue imposible debido a la cantidad de gente que se nos había adelantado – ¡que ejemplo de civismo, de humanismo!-.

Hoy me he levantado triste. A las ocho y media de la mañana escuchaba por la radio la entrevista a una de las personas que iba en esos vagones de tren explotados y, la verdad, me he emocionado. Sigo con vida porque Dios lo ha querido así, porque me dormí aquél día, o por yo que sé que circunstancias, pero lo que también tengo claro es que una parte de mí murió con mis conciudadanos aquél fatídico y horroroso once de marzo de dos mil cuatro. Por eso siempre seréis recordados.

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