martes, 5 de marzo de 2013

La hermosura de unos ojos viejos

“Sus ojos viejos, llorosos, pero de una hermosura infinita, miraban a su nieto con un amor y ternura indescriptibles. Previamente habían desayunado chocolate con churros, “mucho más grandes que en el pueblo”, señalaron los dos, unidos en santo matrimonio hace más de sesenta años. El afeitado vendría después, que es cuando la mirada; una mirada agradecida, sencilla, humilde, amorosa, que partía el corazón de un nieto profundamente emocionado en su interior.

Siempre había hablado con admiración de sus abuelos, presentes en su día a día, intentando corresponder a la herencia recibida. Y cuando hablaba de esa herencia todos sabíamos que se refería a la más importante de todas, la vital, la ejemplarizadora, la espiritual, la que nunca se gasta, ni consume en toda una vida.

Ya en el salón, frente a sus abuelos, pensaba en lo maravillosa que era la vida al haberle regalado la posibilidad de ser testigo del envejecimiento y el deterioro físico, y psíquico, de sus mayores, de poder aportar un granito de arena en su cuidado y atención. Le gustaba contar lo feliz que se ponía su abuela al recibir la llamada telefónica de alguno de sus nietos, a menudo tan escasa. Los dos, a sus ochenta y muchos años, habían aceptado vivir y sufrir la vejez con la mayor dignidad posible, cada uno a su manera, sabiendo y teniendo presente que Jesús también se solidarizó con ellos, en la Cruz. Y era así, viendo y viviendo los avatares de sus abuelos, como un amor infinito abrazaba su espíritu y lo más hondo de su ser.”


Traigo aquí esta historia, anotada de algún libro leído, recordando que el otro día, en plena tertulia, se me ocurrió decir que el sufrimiento es necesario, lo que no quiere decir que vengamos a este mundo a sufrir. Algún contertulio alucinó en colores con mi comentario. Han pasado varios días de aquello y sigo pensando lo mismo, ¡qué le vamos a hacer!


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