sábado, 20 de abril de 2013

Ernest, un bibliófilo compulsivo*

Puedo prometerles que lo que voy a contar a continuación es tan real, aunque no lo parezca, como que tengo pensado comprar una docena de libros con el premio de este concurso.

En los albores de la transición española de la dictadura a la democracia, allá por 1979, conocí el caso de Ernest, un inglés amante de los libros en general y de la literatura hispana en particular. Llegó a Madrid para participar en la subasta de un ejemplar de la primera edición de Historia de la vida del Buscón llamado Pablos, ejemplo de vagabundos y espejo de tacaños, más conocido como El Buscón, cuyo autor es el insigne Don Francisco de Quevedo. El ejemplar en cuestión data de 1626 y está impreso en Zaragoza. Durante semanas le había quitado el sueño. No pudiéndose hacer con el ejemplar si lo hizo, en cambio, con el corazón de la adjudicataria, una joven mujer de la alta burguesía catalana que por motivos de trabajo residía en Madrid, en el Barrio de La Latina, y con quién Ernest terminó casándose.

Al principió de conocerse todo marchaba sobre ruedas, la afición a los libros de Ernest era motivo de orgullo para Matilde. Ésta gustaba de presumir ante sus amistades de los miles de volúmenes que contenía la biblioteca de su marido. Toda la casa estaba repleta, perfectamente ordenados por tamaño en estanterías de madera de roble que iban del suelo al techo, incluso en los cuartos de baño, donde Ernest colocaba los libros que leía mientras hacía sus necesidades. Cuando el tiempo no apremiaba Matilde también.

La situación empeoró con el paso del tiempo, la afición de Ernest se convirtió en una obsesión y Matilde dejó de presumir de los miles de volúmenes que invadían su casa. Dos fueron las gotas que colmaron el vaso. Una, la de aquella mañana en que Matilde fue a calentarse un vaso de leche en el microondas y se encontró con La tía Tula, de Don Miguel de Unamuno. La otra, cuando ese mismo día por la noche, al llegar de trabajar, abrió el grifo del agua caliente para darse un baño y al meterse en la bañera se encontró, flotando en el agua, con las obras completas de Don Miguel Delibes.

Ernest tuvo que elegir entre Matilde o sus libros. Perder de vista aquella primera edición de El Buscón le quitaba el sueño. Conocí a Ernest en la sala de espera de la consulta de mi psiquiatra. Él había enfermado al dejar los libros. Yo al perder a mi mujer.

¿Se imaginan?


* Con este relato participé hace ya algunos años en un concurso literario que no gané; ahora, releído, creo que puede ser apto para que lo comparta con ustedes.

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